Hoy salía por la mañana de paseo con Ata y, de repente, se para en la calle a olfatear algo. Un trocito de queso.
Yo callada.
Después de examinarlo ha decidido cogerlo.
Yo callada.
¿Se lo ha comido?
Eso pensaba yo que haría, pero no. Lo ha llevado en la boca un rato, sujeto como si fuera una pelota.
Yo sigo callada.
Unas pocas manzanas después, encuentra un trozo de tierra, escarba, deja el trocito de queso en el hueco creado, y lo tapa con más tierra.
Yo callada.
Pero…
¿¿Y si se lo hubiera comido??
¿¿Y si estuviera envenenado??
¿¿Mejor haberla pedido que lo soltara??
Son preguntas que hay que hacerse, que están bien.
Pero también hay que valorar algo que pocas veces se hace: el tarro de las exigencias.
Yo, por la relación de confianza que tengo con Ata, puedo pedirla que suelte algo de la boca.
Porque sí.
Pero esta petición, a la que Ata tan solo hace caso por la relación de confianza que tenemos, va al tarro de las exigencias.
Porque Ata no entiende que el trocito de queso pueda estar envenenado. Ni tampoco que le pueda sentar mal.
Para ella, ese trocito de queso es una posesión que quiere enterrar en otro lado. Y eso es importante para ella.
El problema no es echar algo al tarro, sino cuando ese tarro está lleno.
Hasta arriba.
Porque todo el tiempo son peticiones exigencias, sin sentido para nuestro perro.
Que si suelta eso.
Que si dame lo otro.
Que si nos vamos ahora.
Que si deja lo que estás haciendo y ven.
Que si me da la gana que hagas esto y lo haces.
Y luego viene el…
-María, es que mi perro no me hace caso, ¿qué hago?
-Mira el tarro de las exigencias, a ver si es que está tan lleno, que no cabe ninguna más.
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